Capítulo 4
El celacanto, una inmersión hacia nuestros orígenes
Esta historia comienza la víspera. Al igual que la inmersión efectuada durante el día, dejamos atrás el mar. La carretera serpentea a través de la inmensa duna ricamente arbolada. Al paso de la pickup, el camino escupe toneladas de arena. Entre el vehículo y la nube de polvo se encuentra el remolque sobre el que va montado el barco con nosotros dentro. Estamos cargados de material hasta el tope: 14 tanques de buceo y 400 kilos de accesorios para tan sólo cuatro buzos.
Nos toma 40 minutos llegar al campo base, a 15 kilómetros del mar. Son las 15h30. Bajamos el precioso material de buceo de alta tecnología y lo colocamos bajo los eucaliptus, en un garaje del fin del mundo, donde se puede reparar cualquier aparato del siglo XX. Y es que aquí, en medio de la maleza, el lujo consiste en ser autosuficiente.
Mañana y tarde, en este lugar le damos mantenimiento a las maravillosas escafandras recicladoras. Vaciar y remplazar la cal sodada que ha depurado el CO2 de la respiración durante el descenso, desmontar los seis tanques de gas comprimido conectados a la boquilla por la que se respira. Los cocteles deben hacerse de manera precisa cada día. Es importante saber que cada tipo de gas sólo se puede respirar a determinada profundidad, pues una equivocación, en el mejor de los casos, puede producir una tremenda borrachera de la profundidad y, en el peor, epilepsias y síncopes.
Esta tarea nos ocupa hasta la hora de cenar. Un breve respiro. El resto del día cada uno ha desempeñado su papel específi co dentro del equipo. El equipo… esta es la paradoja del descenso profundo: en el fondo del mar, uno se siente solo, profundamente solo, pero esta soledad tan sólo es posible con el apoyo de los demás. En este caso, ellos son Jean-Marc y Eric, unos quince años mayores que yo y con una gran experiencia en el arte experimental de la descompresión; a ellos les pido que programen los descensos en mi lugar, con el fin de que mi obsesión no se lleve por delante la razón. Son los moderadores. Cédric es un formidable técnico en logística y una pieza importante para encontrar las soluciones de las que depende el buen desarrollo de nuestra aventura; siendo aventura el sinónimo de atractivo para describir este tremendo berenjenal. Igualmente, es el buzo encargado de llevarme una o dos cajas de fotos “adicionales, por si acaso...”. Están también Tybo y Florian, ambos buzos técnicos avezados, calmados y entusiastas (mezcla muy rara de encontrar) que por turnos hacen el papel de cargadores, iluminadores y hasta operadores de cámaras científicas, siempre con las mismas ganas de ir a ver lo que
ocurre allá abajo. Y finalmente, Yanick, físicamente infatigable, quien nunca se cansa y siempre mantiene el mismo humor, pase lo que pase, es el camarógrafo jefe, encargado de filmar a 120 metros el acontecimiento de ver por primera vez en el mundo y en una misma imagen a un hombre y un celacanto. Su impasibilidad ante un reto de estas proporciones hace que lo admire o que me desespere, dependiendo del caso.
Después de la cena, aún tengo que trabajar en las cajas de aparatos fotográficos, que sufren enormemente con las presiones demasiado fuertes. Hay que engrasarlo todo muy bien, verificar todas las juntas tóricas de hermeticidad, etc. Ni les cuento la noche en blanco que pasé a la cabecera de una caja cuya portilla hizo implosión a 111 metros de profundidad luego de un golpe desafortunado. Al llegar a la superficie, fue un duro golpe para la moral: un D3s completamente dañado, la caja Nikon más perfeccionada del momento, de una sensibilidad de hasta 100.000 ISO, irremplazable si quiero inmortalizar los tenues pero particulares resplandores submarinos que sobreviven a más de 100 metros de profundidad.
Nos vamos a la cama temprano, entre las 21h y las 22h. Las jornadas son tan intensas que sólo las noches dan tiempo al recogimiento, al lujo de darme cuenta de lo que estoy llevando a cabo. Mis días transcurren entre decisiones y acciones, en una oscilación que va de la planifi cación a la improvisación…
La puesta en pie es a las 5h30. Hacemos 30 minutos de gimnasia para poner la espalda en su sitio. A las 6h15, luego de un ligero desayuno, regresamos a las escafandras, remontamos las piezas maestras y efectuamos una lista de verificación: hermeticidad del circuito cerrado, control de las pilas, calibración de los analizadores de oxígeno, control de los parámetros de la descompresión, devanaderas y boyas de ascenso, etc. A las 7h30, cargamos la pickup y partimos con nuestra embarcación semirrígida de 7 metros en el remolque. A las 8h, llegamos a la playa, una inmensa playa continuamente remodelada por el estuario de un río de aguas rojas y por el tractor que hace el relevo a la pickup en la arena blanda.
Partimos. A bordo del barco todo debe ir fuertemente amarrado. El paso de las olas de la playa es un momento crítico: cada año, en este preciso lugar, varios barcos se han volcado. Nos toma 20 minutos de navegación llegar al sitio indicado. Estamos a 3 millas en alta mar, pero todavía falta mucho para entrar al agua: encendemos el GPS y el sondeador; hay que localizar bien el lugar. Me encuentro en la parte delantera junto con Peter Tim, la única persona que puede llevarnos a la vertical del sitio más susceptible de albergar celacantos. En el año 2000, este personaje fue el primero en descubrir un celacanto en una gruta del cañón durante una incursión a gran profundidad. Ganarnos su confianza no fue fácil: tuvimos que causar una buena impresión y garantizarle nuestras intenciones y preparación para que aceptara regresar a ese lugar. Ese mismo lugar donde diez años atrás llevó a dos buzos que querían afrontar el mismo reto… dos buzos que murieron ese mismo día.
Hoy la corriente está bastante fuerte. La decisión es de lanzarse al agua a 150 metros de distancia del punto de llegada elegido. Mis tres compañeros y yo nos colocamos el equipo, una tarea bastante complicada ya que tenemos que ponernos encima cerca de 70 kilos.
Última verificación de los registros electrónicos. Todo el mundo está listo y el barco está reposicionado en el punto de lanzamiento. Desde que me levanté, un nudo en el estómago me impide sonreír, algo así como el temor a olvidar algo; debo pensar en todo antes de actuar para después no pensar en nada. El momento más importante se acerca y paradójicamente me libera. El cambio de estado se produce con el movimiento de la parte trasera del Zodiac. No hay más tiempo para preguntas: ocuparnos del descenso espanta las preocupaciones, no más refl exión, darle paso a los reflejos, termina la aprensión, ¡ha llegado el momento! El descenso es violento, lo más vertical y lo más rápido posible, los oídos tendrán que aguantar, afortunado yo que la dilatación voluntaria de mis trompas de Eustaquio funciona bien; en otras palabras, mis oídos se equilibran sin que yo tenga que intervenir. Esto me permite bajar todavía más rápido. En menos de un minuto estoy a 50 metros de profundidad y en este punto desacelero un poco, me volteo a ver si mis compañeros están ahí, retomo la brújula para afinar el rumbo. 60 metros, 70 metros: mantengo el eje y la velocidad de descenso. 80 metros: empiezo a rondar el borde del cañón. 90 metros: ahora sí, veo claramente el contraste entre la roca vertical y oscura del cañón, por un lado, y la planicie de arena blanca, por el otro. El descenso, a la vez temeroso y liberador, estuvo bien. Es una etapa delicada que me obsesiona desde que me despierto: no fallar el aterrizaje. Si este último se maneja mal, se anula toda la exploración y es imposible intentar otro descenso el mismo día…
Llego a 100 metros, es la parte alta de la pendiente; las gorgonias escoba y el coral negro están ahí, los peces piña, los peces barberos con lunares malva y el pez
jabón con sus líneas doradas también, tantos indicios vivientes que me hacen ver, como si no lo supiera, que ya pasé los 100 metros y voy a penetrar en el universo biológico afótico, la zona crepuscular donde llega menos del 1% de la luz del Sol. Otro planeta.
Y sin embargo… sólo 100 metros nos separan de este otro planeta, una capa opaca y pesada. 100 metros de agua, 100 metros de altura, casi nada: visto desde el espacio es apenas una delgada cinta casi inapreciable. 100 metros es como si se diera un solo paso, apenas unas cuantas aleteadas y sin embargo se cambia de mundo: una verdadera puerta espacio-tiempo digna de las mejores novelas de ciencia fi cción, mi propia “Star Gate”. Un extraordinario pasadizo que, en pocos minutos, me transporta ante un animal, que por decirlo así, no ha tenido visitas en 65 millones de años... pura ciencia ficción.
A 120 metros aparece ante nosotros la pared rocosa y las filas de grutas horizontales. La búsqueda comienza y el cronógrafo avanza. Aquí el tiempo se cuenta en minutos, en este lugar donde, sin embargo, créanme que logro construir una eternidad de recuerdos. La luz de las lámparas barre cada gruta, cada saliente. Este día, la suerte nos sonríe rápidamente. En la segunda gruta, ¡lo veo! Plantado en la entrada, todas sus aletas pedunculadas en acción, el imponente celacanto está ahí, impasible. El descenso duró menos de 3 minutos. Cuesta creer que este planeta se encuentra a sólo 3 minutos del nuestro. El tiempo no tiene el mismo valor. La prueba: el camino de ida toma 3 minutos, el camino de regreso… 5 horas.
Despacio, me le acerco, me acerco a un dinosaurio. Cada vez más cerca, la emoción es fuerte, sé que debo contenerla y concentrarme. Observar bien, ilustrar bien, nunca un fotógrafo naturalista se había encontrado frente a este animal. Mantengo la distancia, temo asustarlo. ¿Cómo reacciona el celacanto ante un buzo? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Sería el colmo, después de tantos preparativos, asustar esta leyenda viviente, verla desaparecer y poner en tela de juicio el convencimiento que defiendo desde hace mucho tiempo: afirmo que a cualquier lugar que vayamos físicamente, haremos un mejor trabajo que un robot.
Primera emoción: sé que ya nos vio, voltea la cabeza hacia mí, ¡pero no se refugia en su cueva! ¿Le causamos curiosidad? No, no lo creo. Alejo de mí esas puerilidades místicas. ¿Indiferencia? Sí, y creo que me alegro: esta escena inédita tanto tiempo soñada, este instante de naturaleza que se abre por fin ante mis ojos, quisiera vivirlo “como si no estuviera allí”, intacto, salvaje, natural.
De manera inesperada sale de su gruta y se desliza a lo largo de la pared. Lo seguimos. Para los desplazamientos lentos, parece sólo utilizar la aleta anal y la segunda dorsal, que giran como hélices a baja velocidad. Es enorme, le calculo cerca de 2 metros. Veo claramente las cortas espinas blancas que recubren los rayos azules de su aleta dorsal. Con cada movimiento, veo como se traslapan delicadamente las enormes escamas primitivas, también recubiertas de delgadas espinas, distingo también las placas óseas del cráneo, la espiral en el extremo de sus grandes opérculos, los pequeños dientes cónicos que desbordan de sus carnudas mandíbulas, los agujeros profundos sobre el hocico de su sistema de sensibilidad de campos eléctricos…
Resulta difícil describir la felicidad vivida, pues es grande pero introvertida. Una mezcla adictiva: la experiencia de la belleza y la embriaguez del privilegio. Pero hay más que eso: en este preciso momento, mis esperanzas, mi empeño de estos últimos cuatro años, mis convicciones arduamente defendidas, mis dudas tan disimuladas, todas estas emociones se hallan cristalizadas en este extraordinario encuentro. Nadamos junto a nuestro último ancestro acuático en su propio universo y somos los primeros en hacerlo. Más seres humanos han caminado en la superficie de la Luna de los que han nadado cerca de un celacanto.
El instante vivido es intenso pero hay que mantenerse concentrado en el trabajo de naturalista. Cruel dilema: quisiera admirar pero debo observar, no puedo perder ni un instante. Pasan los minutos, 34 exactamente, cuando por fin el celacanto llega al borde del cañón, se precipita y desaparece en la oscuridad bajo mis aletas. “Poder seguirlo un poco…”: sin duda todos tuvimos esta idea eufórica y obsesiva pero totalmente suicida…
Llegó el momento de pagar la factura de este privilegio y miro mi consola: 235 minutos de descompresión obligatoria antes de poder salir al aire libre. Si le agrego a esto el tiempo que pasamos en el fondo y los avatares del ascenso, sé que saldremos del agua cinco horas después de entrar. El lento ascenso comienza. Las etapas de descompresión son así, cada vez más largas a medida que nos acercamos a la superficie. Y, finalmente, la mitad de la inmersión transcurre entre 12 metros y la superficie.
Desde hace poco hay también un tiburón aleta blanca muy agresivo que calma rápidamente nuestros ataques de risa. Es joven (mide menos de 2 metros), impetuoso y nervioso, debido, pienso yo, a los dos grandes anzuelos que le maltratan la mandíbula y a los metros de nylon que lo siguen y le hacen daño en las aletas. Cada día, nos acosa desde el principio del ascenso hasta 15 metros, una buena hora y media durante la cual hay que vigilarlo. En tres ocasiones he tenido que hacerle el quite y hasta tuve que darle un golpe en la narizota… Rebuscando en mi memoria me doy cuenta de que es la primera vez en mi vida que un tiburón entra en contacto sin que haya un estímulo alimentario, impresionante…
Bueno, por el momento no tenemos tiempo para aburrirnos y estamos muy ocupados a verificar el buen funcionamiento de las escafandras en esta fase fisiológica crítica que es la descompresión. Controlamos de manera permanente que la mezcla gaseosa se transforme como debe ser: progresivamente, el helio se remplaza con oxígeno, para terminar con oxígeno puro hacia 6 metros de la superficie, donde pasaremos las dos últimas horas.
La última hora es por lo general incómoda. El peso de las escafandras se empieza a sentir. El oleaje nos sacude lo sufi ciente como para que cada uno se queje de maltrato lumbar al salir del agua. Por fin sólo faltan 5 minutos. Cada uno da vuelta a su carrete suavemente una última vez hasta la superficie. El barco está ahí, se iba desviando junto con nosotros. Ya a bordo, puedo leer en las caras finalmente libres de máscaras y descompresores esta mezcla emocionante de rasgos: los de la fatiga y de la satisfacción. Exhaustos pero contentos, y por fin extrovertidos. Después de más de cuatro horas, cada uno puede finalmente hablar, contar SU historia, siempre con un poco de variación entre la una y la otra, prueba de que a estas grandes profundidades nuestros sentidos están un poco deformados y provocan impresiones diferentes. Extraña sensación: acabamos de salir del agua y sin embargo el suceso se llevó a cabo hace más de cuatro horas. “Fue genial y fue hace tanto tiempo…”. Ahora es un lejano recuerdo. Otra prueba de que regresamos de otro planeta…
La tensión finalmente cede, pero la jornada no ha terminado. Hay que regresar a la playa, descargar el material, cargar la pickup, enganchar el barco, etc. Y vuelve a comenzar como en la víspera. Ya nos preparamos para el día siguiente. Y así van a ser cuarenta días. Para mí es un resultado, espero que sea una etapa, pero en todo caso es un gran momento de mi vida.
Las líneas anteriores son las del recuento de una jornada ideal durante la cual todo salió bien y el celacanto estaba allí. Pero no siempre fue así. En efecto, con mayor frecuencia, el pez no iba a la cita; a veces ocurría algo inesperado, ahogo, extravío, problemas de material, problemas de cámara, un descenso con no muy buenos resultados, incluso totalmente fallido. En esos días era difícil mantener el entusiasmo cuando todas las horas de preparación no eran suficientes para exaltar las cortas decenas de minutos pasados en el fondo. “¿Todo esto sólo por eso?” es una idea que nos acechaba cada noche. Así son las inmersiones profundas, algunas veces inolvidables pero siempre ingratas. Si consulto la bitácora de mi computadora de inmersión, veo que, juntando todos los descensos, pasé exactamente 160 minutos al lado del celacanto. 160 minutos nadando con el pez más viejo del mundo. ¡160 minutos de su intimidad con un total acumulado de 185 horas de inmersión! Es irrisorio y al mismo tiempo mucho más de lo que jamás imaginé.
Durante treinta días en 2010, luego cuarenta días en 2013, aprendimos muchas cosas sobre él, pero cada descubrimiento nos generaba más preguntas. Después de todo, ¿qué sabemos del celacanto? Casi nada, ¡aparte de que existe!
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