Capítulo 5
La cocina mediterránea y la pasión por los aceites de oliva se trasladan a Lausana.
Marzo en Lausana. Afuera, el invierno nos tiene atrapados aún entre sus garras. En la Place SaintFrançois, las bufandas están firmemente atadas alrededor del cuello, de esa manera estudiada que no deja pasar ni una brizna de aire helado. Mientras suben a duras penas por la cuesta desde la estación, los peatones aspiran bocanadas de aire frío que se transforman en nubes visibles. La lluvia congelada y el aguanieve recubren la Rue du Grand-Chêne que va desde la Place Saint-François hasta el Lausanne Palace & Spa. Al llegar, entre por la puerta principal, gire un cuarto de vuelta hacia la derecha hasta el final del pasillo, luego a la izquierda, para llegar a la luz del sol. Pues a pesar de la gélida temperatura en el exterior, el chef Edgard Bovier ha creado en su restaurante La Table d’Edgard un ambiente cálido, de cocina mediterránea, a base de aceite de oliva.
Esta afinidad no es fruto del azar, ya que el chef Bovier creció en el cantón del Valais, que tiene un clima soleado aunque bastante frío durante el invierno. La suya era una familia de cocineros. Tanto su padre como su abuelo eran chefs en el pequeño restaurante familiar de Saint-Léonard, que ahora está dirigido por la hermana de Bovier, es decir la tercera generación. Cuenta con unas bases perfectamente convencionales, lo que refleja las predilecciones regionales por la mantequilla y la nata. No se apartó de este camino clásico durante sus primeros años de formación fuera del restaurante familiar, primero en Sion, la capital del Valais, a pocos kilómetros de Saint-Léonard, y más tarde en St. Moritz.
El cambio se produjo en el puerto de escala siguiente, en la isla de Corfú, en Grecia. Fue ahí donde cortó el cordón umbilical con la mantequilla y la nata. Descubrió la cocina mediterránea y su enfoque con respecto a los productos cambió radicalmente. Bovier pasó tres años probando con pasión una nueva paleta de ingredientes.
Posteriormente a esta experiencia decisiva realizó muchos viajes de ida y vuelta entre sus dos fuentes de inspiración. Varios años en el famoso Hotel Olden de Gstaad, totalmente clásico, que abrieron el camino para un período feliz en el restaurante premiado con estrellas del Negresco, en Niza, que se defi ne perfectamente por su entorno mediterráneo. Pero el resultado de la batalla que se libraba en su fuero interno, entre el aceite de oliva y la alianza entre la mantequilla y la nata, quedó claro en 1990 cuando se hizo cargo de las cocinas del Ermitage de Küsnacht (cerca de Zurich). En efecto, fue así que decidió imponer una cocina mediterránea en la ciudad más conservadora de Suiza, una iniciativa que se asemejaba mucho a una auténtica proeza. En ese momento, era el único establecimiento en Suiza que ofrecía una carta con sabores de regiones meridionales (a excepción quizás del cantón del Ticino, en la frontera con Italia).
La pasión de Edgard Bovier por el método de preparación y los ingredientes mediterráneos no signifi ca de ninguna manera que haya dado la espalda a sus bases de cocina clásica. Como él mismo dice, su formación y diseño clásicos le sirven de base, “después hay que dejarse guiar por la inspiración”. Hay una pregunta obvia que surge, aunque se difumine por un momento para resurgir con renovado vigor tan pronto como el comensal pone la nariz fuera del Lausanne Palace & Spa para encontrarse de nuevo en el helado paisaje de invierno: ¿cómo hace para procurarse los ingredientes que provienen de tierras soleadas estando como está en medio de los Alpes suizos? La respuesta está en una red de proveedores de confianza, basados en Niza, Milán y en Provenza. Los productos que abren las puertas a su capacidad de invención se encuentran a menos de media jornada de distancia de Lausana. Varias veces al año se hace el corto viaje al Sur para pasear por los mercados –en especial el de Cours Saleya en Niza– en busca de nuevas fuentes de inspiración.
En cierto sentido, hay un toque de fusión en su filosofía culinaria. Aunque se caracteriza por los ingredientes mediterráneos, también sabe cómo sacar el máximo partido del entorno suizo que lo rodea. La caza, las setas de temporada, incluso la mantequilla y la nata, cuando la ocasión lo requiere, figuran continuamente en la carta.
Sin embargo, uno de los rasgos emblemáticos de la cocina de Edgard Bovier es la prioridad otorgada al aceite de oliva. Se habla mucho de que existe una frontera invisible que divide a Europa en dos, con la mitad septentrional más propensa a utilizar la mantequilla y la nata, mientras que la mitad meridional está decididamente a favor del aceite de oliva. Pero la interpretación personal de este imperativo de la cocina mediterránea es el número de diferentes aceites de oliva que acompañan la comida. No es raro que utilice siete u ocho variedades de sabores distintos para el surtido de platos que componen el menú de degustación –un aceite más fuerte con un pescado de sabor intenso, un aceite elegante con las vieiras, un aceite afrutado con las cigalas. Jamás, sin embargo, el aceite verde y amargo que a veces se encuentra en Toscana. Una segunda característica es la búsqueda de la simplicidad en el plato. La regla básica de Edgard Bovier es que no debe haber más de tres ingredientes principales en un plato y hay que respetar y dejar en su estado natural cada ingrediente. También se opone categóricamente a la cocina molecular que se centra en la transformación de los alimentos. A su juicio, si el mercado ofrece vieiras perfectamente frescas, sería absurdo convertirlas en otra cosa. El producto siempre debe ser la estrella en el plato, tal como lo ha creado la naturaleza.
Su afán por evitar toda intervención innecesaria se hace patente de inmediato en un surtido de aperitivos denominado “Côté Sud”. Una simple y clásica pissaladière se eleva a un plano más alto con el uso de un aceite de oliva Taggiasco. Se sirve con una focaccia con alcachofas, tomillo y tomates secados al sol, lo que hace olvidar por completo que afuera sigue siendo invierno. Otro entrante delicado que evoca reminiscencias de bruschetta, pero con un sabor mucho más fi no, es una salade niçoise desconstruida con capas de carpaccio de atún fresco, alcachofas, un tomate y un huevo escalfado, todo bañado en aceite de oliva brillante. El “Côté Sud” permite algunas incursiones en el terreno de la fusión con una Tartine de jambon Ibérico aux truff es et ricotta.
El jamón pata negra español proclama con orgullo su ascendencia meridional, pero las trufas negras evocan irresistiblemente el Norte. Esta combinación, atractiva por su originalidad, es magnífica, con un hermoso conjunto de aromas ricos y enérgicos.
El pescado ocupa un lugar especial en su repertorio y, como de costumbre, el salmonete constituye la mejor prueba de cocción. Por su naturaleza, el salmonete amplifica el más mínimo error en la cocina y la menor torpeza puede ser suficiente para arruinarlo irremediablemente. El Rouget à la plancha en salade d’artichauts barigoule et noisettes du Piémont, huile d’olive Taggiasche et vinaigre vieux de Modène constituye una interpretación perfecta, asado de un lado para que la piel quede crujiente, apenas cocinado sobre la plancha caliente del otro lado. Fresco y chispeante, el pescado viene acompañado de corazones de alcachofas cortados en cubitos y de compinches inesperados bajo la forma de avellanas tostadas, unidos entre sí por una vinagreta de balsámico. Un manjar sin ser complicado. Las avellanas no sólo añaden textura a la composición, sino que impulsan a niveles de refinamiento sin precedentes los sabores del salmonete y las alcachofas.
La textura juega un papel importante en la preparación de cigalas denominada Fleur de courgette soufflée, croustillant de langoustine, sauce au citron de Menton et câpres de Pantelleria. Los fideos fritos cubren un lado de la cigala apenas cocida, justo hasta que la carne esté transparente, que descansa sobre una flor de calabacín rellena de una ligera mousse de pescado. El conjunto está acentuado por un aceite de oliva afrutado, alcaparras, limón confitado y tiras delgadas de pequeño calabacín. Cada bocado aporta un acento diferente a la cigala, salado con las alcaparras, ácido con el limón confitado, terroso con el calabacín.
De vez en cuando, Edgard Bovier deleita a sus comensales con una variación llamada Langoustines en brochette de romarin, linguini au pistou, condiment au citron de Menton. La sutileza caracteriza cada elemento de esta combinación. La ramita de romero perfuma delicadamente las cigalas, lo suficiente para estar presente, pero no excesivamente para no imponer o incluso competir con la dulzura natural de la cigala. Aportan diferentes matices los trozos de limón de Menton o los linguini con pesto que van alternando entre los dos de modo que la degustación de este plato produce un placer siempre renovado.
En la primavera, es fácil olvidar los rigores de un clima caprichoso con el Turbot grillé aux asperges de Nogaret et à la badiane, tapenade d’olives Taggiasche. Edgard Bovier cocina el rodaballo simplemente a la parrilla, con la menor intervención posible, a fin de que la carne de este pescado delicado se exprese con su propia voz.
Viene acompañado de dos estilos de espárragos: apenas salteados, remojados en la masa y fritos casi como una tempura. La salsa es un caldo de espárrago y perifollo, con otro ingrediente sorpresa, el anís estrellado, todo completado con un aceite de oliva extraordinariamente delicado como toque final. La destreza es la clave de su éxito, ya que el anís estrellado, que habría podido ingerirse en el rodaballo y los espárragos, sólo se adivinaba por un ligero sabor en segundo plano en la salsa, que resultaba más profunda, sin embargo, por su presencia.
No es de extrañar que Edgard Bovier siempre ofrezca platos de pasta en el menú. Un buen ejemplo es su Poêlée de pistes et ravioli à la Nissarde, olives Picholine, tomate confite et basilic que consiste en ravioles rellenos de acelga, una preparación de una ligereza y una frescura incomparables que se diferencia afortunadamente de sus equivalentes de queso, con pesadez de plomo, acompañada de tomates secados al sol y albahaca. El aceite de oliva seleccionado para combinar todos estos elementos era un Frantolio intensamente afrutado. Por supuesto, el confit de tomate era obra del chef y tenía una intensidad de sabor extraordinaria.
Las mollejas, sobre todo acompañadas de morillas, no se consideran por lo general como uno de los pilares de la cocina mediterránea, pero encajan perfectamente con el espíritu de apertura demostrado por Edgard Bovier para saltarse a la torera las reglas; si quiere pensar que esto es la cocina fusión, adelante. Como estábamos en primavera, guisantes y habas tempranos de un color verde claro completaban este Ris de veau cuit en casserole aux févettes et petits pois, morilles farcies. Las mollejas lucían perfectamente tostaditas y crujientes por fuera y con una textura etérea por dentro. El clásico matrimonio entre morillas y hortalizas de primavera. El relleno al ajo de las morillas, aunque no sirve de ancla para mantener el plato amarrado al Sur, por lo menos apunta ligeramente en esa dirección.
La primavera también se siente con el Agneau de lait des Pyrénées aux deux cuissons, artichauts piquants, oignons d’une pissaladière. Si desea buscar el enfrentamiento entre los amantes de la cocina, intente que se pongan de acuerdo sobre la procedencia del mejor cordero lechal. El agneau de Sisteron, el agneau de pré-salé de Pauillac, el cordero de España, el agneau des Pyrénées, todos cuentan con devotos partidarios. No obstante, asegúrese de especifi car que sería una empresa arriesgada pretender que existe mejor agneau de lait que el que sirve Edgard Bovier. El plato sobre la mesa contiene dos preparaciones, una delicada chuleta de costilla, y una loncha de pierna de cordero con su piel crujiente.
Uno de los platos que el restaurante incluye siempre en su carta es el Pigeon de Vendée à la grille, jus goûteux aux abats, croustillant de blettes. Es evidente que el pichón, poco hecho, está preparado a la perfección (unos minutos de más dañarían no sólo la carne, sino también el abanico de sabores de la carne de aves de corral, mientras que los valiosos aromas naturales quedarían destruidos por la fuerte presencia del hígado). La salsa se basa en una idea ingeniosa. A menudo, los menudillos se sirven por separado con la pechuga.
Edgard Bovier, en cambio, los incorpora a la salsa, un gesto que realza el sabor y la textura. Por su parte, el muslo del animal aparece sobre una base de nabos asados.
La Table d’Edgard puede tener raíces profundas en el Sur para muchos de sus ingredientes, pero cuando se trata del queso, un triciclo de reparto sería suficiente para conseguir los productos necesarios: los quesos provienen de la región, en especial del cantón de Vaud. Esa noche, la tabla de quesos se componía de tomme de Rougemont, de rubloz y de gruyère caramel. Desgraciadamente estos quesos rara vez se encuentran fuera de la región de Vaud y, practicamente nunca fuera de Suiza. Los tres merecen una visita, en especial la tomme de Rougemont y el muy añejo gruyère caramel. Durante mucho tiempo he tenido una debilidad por la tomme de Rougemont (denominada a veces “tomme vaudoise”) como acompañante ideal para acabar los restos del vino tinto. Si su experiencia se limita al gruyère preenvasado, envuelto en una película de plástico, que se vende en los supermercados, olvídese de sus desventuras, pues esta pequeña producción de gruyère caramel encierra una potencia intensa y compleja.
Para los sibaritas que eligieron el menú de degustación, rueguen por que la Trilogie glacée aux agrumes d’Amalfi, champagne rosé et filets d’agrumes figure en el menú ese día. Está claro que un postre no podrá nunca vanagloriarse de ser un “alimento saludable”. Sin embargo, Edgard Bovier no sólo ofrece un refrescante descanso tras una generosa porción de carne, lo hace también con maestría. Como su nombre lo indica, se trata de un trío de sorbetes de cítricos –limón, toronja y naranja– cada uno marcado por la incorporación de champán. Para mí, una comida perfectamente sana.
El brillo y la reducción a lo esencial o la ausencia total de la masa también marcan otros dos postres. La Crème légère au mascarpone, cœur coulant cassis, meringue croquante ofrece un cilindro de chocolate blanco que encierra la mousse de mascarpone recubierta con un jarabe y un sorbete de grosellas negras. Coronan la preparación palitos de merengue. Las Allumettes glacées à la rhubarbe et fraises Gariguette, sorbet au yogourt grec hacían juego con la atmósfera primaveral con la primera aparición del ruibarbo y de la variedad de fresas más buscada en Francia, la Gariguette. Sólo una oblea delgada de pastelería estaba presente, principalmente para servir de apoyo al ruibarbo, si no el dulzor natural de esta combinación clásica se mantenía bien, sin interferencias ni distracciones. Del mismo modo, el sorbete de yogur era un toque, o si se quiere, un sutil contrapunto a la fruta.
Una pasta minimalista también caracteriza el Fin sablé aux framboises et à la vanille, croustillant au citron jaune, sorbet au lime, ya que, como con el ruibarbo, la galleta de mantequilla sólo sirve de base para la construcción de una torre de frambuesas perfectas y su coulis, acentuadas por los dos aromas de cítricos. Líviano, brillante y refrescante.
Cuando Edgard Bovier importó su cocina mediterránea en Zurich, su acción fue sin duda revolucionaria. Hoy en Lausana, aunque ya no se le considera como un excéntrico, ofrece una alternativa estimulante con respecto a la cocina de Vaud y un refugio maravilloso para escapar de los rigores del invierno o, si la visita tiene lugar en el verano, una magnífica diversión que puede hacer que los rayos del sol sean aún más ardientes.