Capítulo 5
Relato de una exploración científica en las profundidades de uno de los archipiélagos más aislados de Indonesia.
Las Molucas. Este archipiélago de extraño nombre, que antaño fue centro del atroz comercio de especias y, por consiguiente, de todas las codicias de Occidente, parece hoy haber caído en el olvido. El deseo de los países del Viejo Continente de conquistar esta región fue lo que desencadenó las grandes expediciones del final de la Edad Media. Cristóbal Colón no habría acabado en América en 1492 de no haber sido por la búsqueda de una nueva ruta para llegar a estas misteriosas islas de sabores inconfundibles.
Hoy, las Molucas pertenecen a Indonesia, un inmenso archipiélago al sureste de Asia. Están divididas en dos provincias: las Molucas del Norte y las Molucas del Sur. Este gran archipiélago está situado en el corazón de lo que los científicos denominan el «triángulo de coral», un término con consonancias matemáticas que designa en realidad un lugar de una importancia ecológica capital, pues se trata del epicentro de la biodiversidad marina que rodea varios países: Indonesia, Malasia, Filipinas, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y las Islas Salomón, un hotspot que concentra la mayor cantidad y diversidad de especies marinas del mundo. Más de 600 especies de corales duros —es decir, cerca del 80 % de las especies conocidas mundialmente hoy en día— sirven de hábitat a más de 2000 especies de peces y a 6 de las 7 especies de tortugas marinas existentes, todas en peligro de extinción a escala mundial. Esta zona geográfica llena de vida es esencial para numerosas comunidades humanas que practican la pesca tradicional de subsistencia en las zonas más remotas.
Desde el punto de vista científico, si comparamos las Molucas con otras provincias cercanas, nos damos cuenta de que se han realizado relativamente pocos estudios sobre estas islas desde que pasó por aquí en el siglo xix el naturalista inglés Alfred Wallace, ni más ni menos que el codescubridor de la teoría de la evolución junto a su colega y amigo Charles Darwin, mucho más famoso y a cuya sombra permaneció. Las investigaciones científicas recientes parecen haberse centrado en las islas y archipiélagos de los alrededores, más poblados o frecuentados por los turistas: Bali, Sulawesi, Raja Ampat... Sin embargo, las Molucas y sus ricas y cristalinas aguas no tienen nada que envidiar a las islas vecinas.
Como señaló Alfred Wallace a su llegada al puerto de Banda Neira, la isla del sur de las Molucas donde el comercio de la nuez moscada floreció durante siglos, «Banda es un pequeño lugar encantador, cuyas tres islas rodean un puerto seguro desde el que no se ve ningún comercio y cuyas aguas son tan transparentes que los corales vivos e incluso los objetos más diminutos son perfectamente visibles sobre la arena volcánica a una profundidad de 7 u 8 brazas».
Por ello, aún quedan muchos misterios científicos por descubrir en esta parte del mundo, sobre todo en el mar de Banda, situado en la provincia meridional del archipiélago, que alcanza profundidades récord de más de 6000 metros en algunos puntos. Muchos mamíferos marinos lo transitan o viven aquí —incluidos sus mayores representantes, las ballenas azules y los cachalotes— y muchas criaturas igualmente extrañas, como los nautilos, habitan estas aguas. Una pregunta que quema los labios de quienes han investigado un poco sobre el tema es si el famoso celacanto indonesio, Latimeria menadoensis, se esconde en las profundidades inexploradas de esta vasta región. Después de todo, este emblemático pez, que representa una etapa fundamental en la evolución de los vertebrados terrestres, ha sido observado más al oeste, en Sulawesi, y al este, en Papúa... ¡Así que no hay razón para que no podamos fantasear con ver unos cuantos ejemplares extraviados en estas aguas de las Molucas!
Otro aspecto interesante de esta parte de Indonesia es que se encuentra al este de la línea de demarcación Wallace, que atraviesa el archipiélago indonesio y lleva el nombre del famoso naturalista del siglo xix que la descubrió. Esta frontera imaginaria, que sigue vigente hoy con algunos ajustes, atraviesa Indonesia de sur a norte por el estrecho de Lombok, que separa la isla del mismo nombre de Bali, y luego por el estrecho de Makassar, entre las islas de Borneo y Sulawesi. A un lado, en el oeste, la fauna es de tipo asiático y al otro, en el este, de tipo australiano. La teoría de Wallace se basaba esencialmente en observaciones terrestres (invertebrados, aves y mamíferos), pero ¿qué pasa bajo el agua? ¿La segregación que parece haber afectado a los animales terrestres se mantiene cuando nos sumergimos bajo la cresta de las olas?
En este apasionante contexto nació la expedición Deep Reefs of the Far East, apoyada por Blancpain y dirigida por la asociación francesa UNSEEN (Underwater Scientific Exploration for Education) y sus colaboradores indonesios de la Universidad Pattimura de Ambon.
Durante la primera parte de 2022, la expedición se centró en el mar de Banda, donde se organizaron por primera vez inmersiones técnicas con reguladores de circuito cerrado a profundidades superiores a 100 metros con el fin de documentar hábitats y animales aún desconocidos. La búsqueda de nuevas especies marinas —peces, esponjas, corales—, el estudio de la contaminación por plásticos y el objetivo inconfesado de descubrir hábitats adecuados para una nueva población de celacantos fueron los motores de esta aventura de alto riesgo humano y científico.
Nunca antes un buzo había alcanzado tales profundidades en esta región recóndita de Indonesia. La complejidad de montar estas expediciones en lugares tan aislados es efectivamente un freno para muchos aventureros. Entre otras cosas, fue necesario obtener los indispensables permisos de investigación del gobierno central, recaudar fondos suficientes, conseguir el oxígeno y el helio para nuestras mezclas respiratorias y organizar el envío de más de dos toneladas de material desde Bali y Yakarta hacia Ambon, la capital de la provincia. Afortunadamente, los muchos años que llevamos en Indonesia nos han permitido desarrollar una red de colaboradores lo suficientemente fiables como para poder superar cada obstáculo y, en general, cada emergencia de última hora. Por ejemplo, ¿cómo enviar 48 metros cúbicos de helio de Yakarta a Ambon cuando el capitán del barco en el que tenemos que cargar las ocho botellas cambia repentinamente de opinión y se niega a transportarlas justo en el momento en el que se entregan en el muelle? ¿Cómo recuperar y reenviar urgentemente el material bloqueado en un contenedor de un barco listo para zarpar de Yakarta cuando este material tendría que haber llegado a su destino en Ambon dos semanas antes del inicio del proyecto? Estos son solo algunos de los imprevistos que nuestro pequeño equipo de apasionados tuvo que resolver en muy pocas horas para poder terminar el proyecto a tiempo. Sin olvidar la subida de los precios del petróleo a principios de 2022, que tuvo un gran impacto en el presupuesto de la expedición... Una vez superados estos innumerables obstáculos administrativos, financieros y logísticos (¡y fueron muchos!), zarpamos por fin el 12 de octubre de 2022 en una misión de 30 días alrededor de las míticas islas del inmenso mar de Banda.
Tras una inmersión de preparación a 87 metros frente a la isla de Maulana, a poca distancia al este del puerto de salida, nuestra goleta puso rumbo a Banda Neira, a más de 12 horas de navegación. La travesía nocturna transcurrió sin contratiempos y el equipo parecía ya ambientado.
Banda Neira. Qué nombre tan mítico. El aura que desprende está en perfecta armonía con las resplandecientes luces del amanecer que inundaban esta isla a primera hora de la mañana, cuando llegamos hacia las seis. Y pensar que de aquí partieron durante siglos los barcos con las bodegas llenas hasta los topes de nuez moscada, tan apreciada por la aristocracia europea... En aquellos tiempos, robando tan solo una bolsa de la preciada carga, un marinero sin escrúpulos podía comprarse una casita y unos cuantos sirvientes para vivir el resto de sus días sin tener que volver a trabajar
Aunque nuestras inmersiones están dedicadas a las disciplinas científicas de la biología y la ecología, dada la historia de este lugar y los siglos de intercambios comerciales que surcaron sus aguas, ¿cómo no soñar con tropezar con el pecio de una de esas embarcaciones fletadas por ricos mercaderes chinos, árabes o, mucho más tarde, occidentales? Cambiaríamos provisionalmente la biología y la ecología por la arqueología, una disciplina igual de fascinante. A pesar de nuestras numerosas inmersiones profundas en el corazón de las aguas que rodean estas islas suntuosas, no encontramos el menor rastro de un naufragio milenario. No obstante, esta ausencia fue compensada con creces por la abundancia de vida que tuvimos la suerte de encontrar.
Durante esta primera semana de expedición, la National Geographic Society nos prestó la cámara para grandes profundidades desarrollada por sus científicos, la deep-sea cam, capaz de permanecer durante horas en profundidades abismales de hasta 3500 metros.
Jonatha Giddens, doctora en biología de la conservación y especialista en medios marinos profundos, también nos aportó sus conocimientos para desplegar este dispositivo de diseño futurista, que permite ampliar nuestro campo de investigación documentando profundidades inaccesibles por los submarinistas. En nuestro caso, la cámara permaneció sumergida varias horas seguidas a entre 160 y 430 metros de profundidad, registrando todo lo que pasaba por delante de su objetivo. Tiburones de aguas profundas, nautilos y peces desconocidos revelaron los misterios vivos bajo alta presión. Estos medios tan oscuros e impenetrables en los que viven actúan como una capa de invisibilidad, un poder especial que los preserva de la mirada humana. Equipada con sus dos luces LED y un señuelo para atraer a los depredadores de las profundidades, esta cámara se desliza sin esfuerzo hasta el fondo del océano y captura unas horas de vídeo antes de subir como un corcho a la superficie, una vez transcurrido el tiempo y sin preocuparse de tener que hacer largas paradas de descompresión. Nos ofrece varias horas de voyerismo científico, permitiéndonos comprender mejor las especies que habitan ese mundo que escapa a la luz del sol. Fue toda una sorpresa ver pasar al tiburón Indroyono Hâ, Hemitriakis indroyonoi, a 300 metros de profundidad... Esta especie, descrita por primera vez en 2009 a partir de un desafortunado macho, aún inmaduro, cuya vida fue brutalmente truncada y que acabó en el puesto de un mercado de pescado de Bali, ya está catalogada por la UICN como en peligro de extinción. ¡Probablemente tengamos el único vídeo hasta la fecha de un individuo filmado en su hábitat natural! Después fue el turno del magnífico tiburón perlón, Heptranchias perlo, que compartió escenario con una enorme morena en un improvisado ballet submarino a 180 metros bajo la superficie.
Las inmersiones profundas no se detuvieron ahí, pues alternamos los descensos de los buzos con los de la cámara a lo largo de un día agotador tras otro.
El 15 de octubre, a las cinco y media de la madrugada, un grupo de estudiantes e investigadores locales muy madrugadores, dirigidos por la ONG indonesia Luminocean —cofundada por la investigadora y bióloga marina Mareike Huhn—, aceptaron encantados nuestra invitación y nos visitaron a bordo de nuestro barco, entonces cerca de Banda Neira. Pudimos hablarles de la misión, explicarles cómo funcionan los reguladores de buceo y la cámara de profundidad de National Geographic, que desplegamos ante ellos ese día. Qué alegría ver el asombro en sus ojos cuando les mostramos las pocas imágenes que pudimos recoger de nuestras primeras inmersiones en la zona mesofótica, al comienzo de la misión.
Una sensación de asombro teñida de una pizca de temor: el número cada vez mayor de barcos turísticos que llevan a los submarinistas a los cuatro puntos cardinales del mar de Banda amenazan ahora, con sus anclas y cadenas, la riqueza y la biodiversidad que hasta ahora permanecían invisibles...
Una riqueza que las comunidades locales conocen empíricamente, aprecian y explotan, en particular pescando con caña a la manera tradicional en las bajadas.
Uno de los investigadores nos pidió que compartiéramos con él algunas de nuestras fotos con el fin de usarlas para animar a las autoridades locales a proteger mejor la región ante esta nueva y creciente amenaza, típica del siglo xxi, en el que todo gira en torno a las actividades de esparcimiento. De repente, nuestras imágenes adquirieron una dimensión muy real.
Unos días después, Mark Erdmann, doctor en ecología marina y especialista en ecosistemas coralinos, nos concedió el inmenso honor de subir a bordo y compartir nuestra rutina diaria durante tres días, un pequeño paréntesis en su apretada agenda. Erdmann, hoy vicepresidente de los programas Asia-Pacífico de la ONG Conservation International, está vinculado desde hace tiempo a Indonesia, donde lleva más de 20 años trabajando. Fue durante su tesis doctoral en Sulawesi, en 1997, cuando él y su mujer descubrieron el primer ejemplar indonesio de celacanto en un mercado de pescado de Manado. El descubrimiento causó un gran revuelo en su momento, y unos años más tarde se confirmó que la especie era muy diferente de la encontrada en las Comoras, la Latimeria chalumnae. Los debates fueron constructivos e intensos, y durante animadas cenas tuvimos el placer de escuchar algunas de las fascinantes anécdotas sobre los singulares acontecimientos de la carrera de este hombre, responsable de la descripción de un gran número de especies de peces del Indopacífico.
A aquellas alturas, el equipo ya había establecido su ritmo de crucero y los días se sucedían uno tras otro a bordo de la goleta de buceo. Los protocolos estaban bien definidos. Los buzos técnicos descendían incansablemente todos los días y se deslizaban por las caídas, a veces vertiginosas, de islas coralinas o de volcanes aún activos, donde recogían agua y sedimentos para analizar la concentración en microplásticos de arrecifes profundos, y trozos de esponjas y de corales mesofóticos para determinar las especies. Por supuesto, también tomaban fotografías y vídeos en alta definición para documentar estos mundos sumergidos.
A continuación, nos desplazamos a los rincones más aislados del mar de Banda, que recorrimos de oeste a este y de norte a sur.
Íbamos sumando millas náuticas y nuestro barco nos daba acceso a las zonas más salvajes de esta provincia indonesia. Las islas coralinas con una influencia oceánica, perdidas al oeste del mar de Banda y bañadas por aguas cristalinas, contrastan con las del este, más terrosas y de aguas más turbias. Pero la biodiversidad aquí es igual de excepcional. Los arrecifes de coral, cubiertos de arena blanca y roca caliza, destacan entre las coladas de lava de las islas volcánicas, con su roca oscura, lo que hace aún más inquietantes nuestras inmersiones profundas. Es interesante ver que incluso a grandes profundidades, después de una erupción volcánica en la que la hemorragia de lava ha borrado todo rastro de vida a lo largo de la colada, la vida acaba volviendo. Esponjas y corales consiguen aferrarse a estas rocas volcánicas recién formadas, de superficie muy lisa. Son organismos pioneros de vital importancia que crean un nuevo hábitat, el cual proporciona refugio y alimento a toda una serie de animales marinos.
Bucear en una colada de lava provoca la sensación particular de encontrarse cara a cara con un episodio devastador del pasado que ya ha sido perdonado por los animales, que vuelven a instalarse temerariamente en ese lugar maldito. Estas inmersiones son el testimonio de la resistencia de la vida salvaje, de su determinación constante por recuperar la ventaja tras una catástrofe que se cobró tantas almas. Se trata de acontecimientos excepcionales, breves a escala geológica, que contribuyen a modelar nuestros océanos y la vida que prospera en ellos. Una inmersión en un arrecife de coral ofrece una impresión completamente distinta, aunque igual de excepcional.
En efecto, como dijo Laurent Ballesta, explorador y fotógrafo submarino que ya no necesita presentación: «Descender a las profundidades es como retroceder en el tiempo». Su frase cobra especial sentido en este caso concreto. El fondo marino que se despliega ante nuestros ojos mientras bajamos sería nuestra línea cronológica.
Olvidado a entre 100 y 130 metros de profundidad, el arrecife mesofótico que encontramos fue en su momento, hace aproximadamente 20 000 años, durante el último período glacial, un arrecife coralino cercano a la superficie o incluso emergido por completo.
¿Pudieron entonces las especies aferrarse a este entorno vital, al que se habían acostumbrado a lo largo de miles de años, y hundirse progresivamente en las profundidades a medida que el hielo se derretía lentamente y el nivel del mar subía, desapareciendo poco a poco en el olvido a medida que la luz se desvanecía? ¿Cómo explicar, si no, los colores brillantes y completamente surrealistas de algunos peces, a pesar de que viven en una oscuridad casi total, donde se absorben todas las longitudes de onda del espectro luminoso visible? No olvidemos que el agua es enemiga acérrima de la luz, que refleja y absorbe cuanto más nos adentramos en ella. Podemos entender por qué algunas especies de aguas profundas han optado por vestirse con tonos rojos, como el pez escorpión pigmeo, que descansa a 130 metros de profundidad.
¿No son estos colores, revelados por los flashes de las cámaras y las linternas de los buzos, en última instancia, las prerrogativas ancestrales que testimonian una vida en otros tiempos más cercana a la superficie, donde los pigmentos abigarrados de los antepasados habrían tenido realmente un papel que desempeñar?
Hasta la fecha, solo son hipótesis personales, pero las largas horas de descompresión que siguen a una incursión en este mundo crepuscular nos permiten preguntarnos por estas extrañas criaturas que acabamos de encontrar y por la razón de que sigan vistiendo trajes de noche multicolores cuando las luces de la pista de baile se apagaron hace mucho tiempo. Son reflexiones que no podemos hacer a 140 metros de profundidad. El tiempo se agota. Cada segundo es precioso. Tenemos que recoger metódicamente las muestras que los científicos necesitan en la superficie y tomar las fotografías esenciales para documentar estos arrecifes profundos y sus habitantes. Cada tarea parece eterna, porque a esas profundidades no damos el mismo valor al tiempo que en la superficie. Solo se nos permite estar entre diez y quince minutos como máximo. Imagínese a un fotógrafo de fauna salvaje que se adentra en el bosque durante apenas un puñado de minutos al día para intentar inmortalizar animales raros, a veces incluso desconocidos y casi siempre sigilosos, antes de pasar varias horas volviendo a casa. Ahora, añada las dificultades de trabajar en un medio acuático acarreando un equipo pesado y engorroso, con una hidrodinámica y una maniobrabilidad más parecidas a las de un carro de supermercado a rebosar que a las de un delfín aerodinánimco, e imagine perseguir a especies que tienen un fuselaje y una agilidad acuática implacables y que, para colmo, conocen la zona como la palma de su mano. Y luego están las peculiaridades de la fotografía submarina, aún más complejas en condiciones de penumbra: hay que encontrar al sujeto, acercarse lo más posible, enfocar sin dejar de controlar la propia flotabilidad y, finalmente, disparar la cámara para inmortalizarlo antes de que desaparezca en una grieta y no vuelva a salir.
Los segundos que pasan en esta búsqueda científica y fotográfica son dolorosos, y a menudo nos invade la frustración cuando se nos escapa la foto de una especie rara. Cada fotografía tomada en estas zonas mesofóticas tiene un sabor y un valor especiales para la persona que la tomó, algo que el público en general suele ignorar.
Pagamos caro en tiempo de descompresión esos preciosos minutos de incursión en un mundo tan hostil al hombre: de tres a cinco horas, según nuestro grado de imprudencia, durante las cuales se nos prohíbe formalmente salir so pena de sufrir un accidente de desaturación que sería fatal en inmersiones tan comprometidas. Así que tenemos que esperar largas horas antes de salir a la superficie. Cualquier problema que pueda surgir bajo el agua debe resolverse bajo el agua. Por eso salimos tan cargados: unos ochenta kilos de equipo, gran parte de ellos en forma de botellas de repuesto, por si alguna vez nuestro equipo regulador dejara de funcionar correctamente. Como ángeles de la guarda, el equipo de superficie nos vigila desde nuestro pequeño bote y viene a nuestro encuentro para asegurarse de que todo va bien cuando estamos en la superficie. Aprovechan para recoger parte del equipo que ya no necesitamos y las preciadas muestras que se almacenarán a bordo para ser analizadas cuando volvamos a tierra.
El espectáculo constante que se despliega ante nuestros ojos durante el resto de la inmersión es igual de agradable, haciéndonos olvidar un poco el cansancio y el dolor que podemos sentir en la espalda y en las mandíbulas, este último a causa del largo tiempo que mantenemos el embudo respiratorio en la boca. Jureles y serpientes cazando en bancos de anthias, un discreto cangrejito escondido en el coral, un nudibranquio en busca de su próxima comida o un blenio que se ha instalado en un viejo tubo que un gusano anélido había excavado pacientemente en el coral: la vida está por todas partes.
Los más pequeños recovecos del arrecife están cubiertos de animales y plantas que se han adaptado de forma meticulosa y sorprendente, fruto de millones de años de evolución imparable. La evolución —esa artista de inagotable creatividad, a menudo incomprendida, que ha esculpido incansable e indiscriminadamente todos los seres vivos con los que hemos compartido este planeta azul durante miles de millones de años— aún tiene muchos secretos que ofrecer para satisfacer la curiosidad humana que ella misma creó.
Entre estas inmersiones desafiantes e impresionantes, incluso encontramos la energía y el atrevimiento para permitirnos algunas exploraciones nocturnas —en solo unos metros de agua— para observar la intrigante fauna que emerge de la negrura y pulula en las oscuras aguas una vez que el sol se ha ido a dormir. Animan estas noches de inmersión exocetos de colores metálicos que exhiben inmensas aletas como estatuas hechas de minerales preciosos, anélidos que gesticulan frenéticamente para desplazarse por la columna de agua y, por supuesto, un sinfín de larvas de peces e invertebrados que participan en la mayor migración diaria que existe en la Tierra.
Y no olvidemos a las serpientes de mar, ataviadas con sus trajes de convicto, que nadan de un lado a otro entre el fondo marino, donde se alimentan, y la superficie, donde recuperan el aliento.
¡Todo un festival de vida! ¿Cómo cansarse de semejantes espectáculos desfilando ante nuestros atónitos ojos? ¿Y cómo soportar que los humanos saqueen estos océanos, que cubren el 70 % de la superficie de nuestro planeta, y utilicen una tecnología cada vez más avanzada y poderosa para masacrar esta vida abundante e inocente? ¿Ha olvidado el Homo sapiens que estos seres a los que tanto desprecia no son sino sus primos lejanos? ¿Cómo podemos seguir creyendo en esa falsa idea de que los recursos marinos son inagotables y que el océano perdonará perpetuamente nuestras afrentas haciendo desaparecer todos los excesos de nuestra sociedad actual, movida por una codicia y un egoísmo sin límites, absorbiéndolos y borrándolos silenciosamente y sin compensación alguna? La última locura humana, la explotación minera de los fondos marinos, es una ilustración perfecta de este pensamiento de otra época. ¿Es posible aún hoy, con todo lo que sabemos, no querer defender todavía más estos grandiosos mundos submarinos que nos inspiran, nos protegen y nos ofrecen la vida? Porque si la vida comenzó en un océano primitivo hace cuatro mil millones de años y luego se desarrolló y diversificó en él hasta la aparición de los primeros organismos terrestres, esta vida sigue siendo posible hoy gracias a los océanos actuales, que producen el oxígeno que respiramos, entre los muchos servicios que nos prestan. Destruirlos equivale a condenarnos. Guardemos esto en el fondo de nuestro córtex hiperdesarrollado. ¡Es innegable que somos los vástagos más turbulentos e insolentes de este caldo primitivo!
Cuando el cansancio y la razón nos obligan por fin a salir del agua bajo un cielo destellante de millones de estrellas para volver a nuestras literas, nos dormimos con la cabeza llena de miles de imágenes.
Pero una pregunta trota por nuestra mente: ¿qué hubiéramos visto si nos hubiésemos quedado un poco más?
Durante el día, también exploramos las laderas sumergidas poco profundas de los volcanes aún activos. Paisajes fascinantes, a pesar de la extrema violencia de los fenómenos que tienen lugar bajo la corteza oceánica. Los gases que escapan de la roca a través de fisuras, auténticas válvulas de regulación de la presión, forman burbujas que suben a la superficie. Un jacuzzi natural que deposita una capa de azufre en la superficie de la arena volcánica negra, como si una mano creativa hubiera esparcido delicadamente sobre ella una película de oro.
Las burbujas también arrancan materia orgánica del substrato oceánico y la vuelven a poner en suspensión en la columna de agua donde nadan algunos peces.
Algunos corales duros también parecen adaptarse a este entorno incierto, potencialmente ácido. ¿Será que la evolución les ha soplado la solución para adaptarse a la acidificación de los océanos provocada por las actividades humanas?
En los 30 días transcurridos en el mar realizamos por lo menos 25 inmersiones profundas, de las cuales en 23 bajamos a más de 100 metros y en 13, a entre 120 y 140 metros. Cada uno de los tres submarinistas pasó entre tres y más de cuatro horas al día bajo el agua durante ese mes de expedición, y las inmersiones duraron en promedio tres horas y media, ¡con una de cinco horas y trece minutos que batió todos los récords! Tomamos miles de fotos, grabamos horas de vídeo y extrajimos unas sesenta muestras que ahora hay que analizar meticulosamente, en particular con la esperanza de encontrar nuevas especies. Esto hace posible fomentar una mejor protección de esta región del mundo y de sus suntuosas riquezas marinas. Las imágenes han permitido documentar por primera vez estos arrecifes profundos con sus diversidades insospechadas. Las que ya han sido analizadas han permitido a los científicos identificar por lo menos 100 especies de peces que viven en la zona mesofótica inferior (más allá de los 70 metros de profundidad), entre ellas 12 que nunca se habían visto en Indonesia y 37 que presentan nuevos récords de profundidad. También volvimos con muchas preguntas: ¿qué modo de vida y qué interacciones sociales tiene esta especie de pez-cubridor descrito en 2010, el Hoplolatilus randalli, del que observamos varias decenas de nidos a unos 70 metros de profundidad en uno de los puntos?
¿Cómo consiguen estos talentosos arquitectos construir nidos mucho más grandes que ellos utilizando restos de coral a profundidades en las que el propio coral está ausente? ¿Cuál es el impacto real de las anclas de los barcos de buceo en estos entornos profundos, donde los organismos que se desarrollan son sin duda de crecimiento más lento que los que se encuentran cerca de la superficie? ¿Cómo afectará el cambio climático a estos ambientes mesofóticos en los próximos años, y qué consecuencias tendrá para las comunidades locales? Son solo algunas de las preguntas que requerirán hacer un seguimiento de esta primera expedición.
El celacanto indonesio también sigue siendo un misterio. La temperatura del agua, excesivamente alta a más de 100 metros de profundidad debido a la inhabitual corriente bautizada como La Niña, que se extendió durante tres años, no nos benefició en absoluto. Como dijo Mark Erdmann: «En tales condiciones podemos suponer que los celacantos han bajado mucho más» para buscar temperaturas por debajo de los 18 °C, que les gustan bastante más. Pero los hábitats propicios para la presencia de este pez mítico están ahí, y solo nos queda perseverar y continuar nuestra búsqueda en el corazón de esta región, que sigue siendo salvaje y estando llena de misterios.